25 abril 2007

IV

Anduvo por las calles, buscando inconscientemente las más oscuras, feliz de estar solo y de sentir el aire nocturno en la cara. Las calles estaban atestadas. Las gentes lo empujaban al pasar, lo miraban desde umbrales y ventanas, hacían francos comentarios sobre él -por la cara no se podía adivinar si inspiraba simpatía o no- y a veces se detenían para observarlo.
"¿Hasta qué punto son amistosos? Sus caras son máscaras. Todos parecen tener mil años. La poca energía que poseen se reduce al ciego, masivo deseo de vivir, porque ninguno de ellos come lo suficiente para tener fuerzas propias. ¿Qué piensan de mí? Probablemente nada. ¿Me ayudaría alguien si tuviera un accidente? ¿O me dejarían tendido en la calle hasta que la policía me encontrara? ¿Qué motivo tendría alguno de ellos para ayudarme? No les queda religión. Saben lo que es el dinero y cuando lo consiguen lo único que quieren es comer. ¿Y qué tiene eso de malo? ¿Por qué me pongo así con ellos? ¿Sentimiento de culpa por estar sano y bien alimentado? Sin embargo, el sufrimiento se distribuye por partes iguales entre los hombres: cada uno ha de aguntar el mismo fardo..." Algo le decía que esta idea era falsa, pero en aquel momento era una creencia necesaria: no siempre es fácil soportar las miradas de los hambrientos. Con esas ideas podía seguir caminando por las calles. Era como si él o los otros no existieran. Ambas suposiciones eran posibles. La criada española del hotel le había dicho ese mediodía: La vida es pena. "Así es", contestó, sintiéndose en falso, preguntándose si un norteamericano puede, sin mentir, aceptar una deficinión de la vida como sinónimo de sufrimiento. Pero en ese momento aprobó el sentir de la mujer porque era vieja, reseca, tan visiblemente pueblo.

El cielo protector (1949)
Paul Bowles (Nueva York, 1910, Tánger, 1999)
Traducción de Aurora Bernárdez

18 abril 2007

Un autor descubre, leyendo un libro ajeno, una palabra que le seduce. Es una palabra hermosa, eufónica, como lucífaga, precisa como canchal, o anacrónica como tabardo. Le gusta, y querría emplearla en algún texto propio. Así que la guarda a la espera de tener oportunidad para ello. La anota en su cuaderno (los autores suelen llevar encima un cuadernito de notas; un Moleskine los más esnobs, un simple bloc de papelería los más humildes), y ahí la tiene, calentita, impaciente por ser colocada en una página. Ahí está ese canchal, aburrido de esperar en el cuaderno desde que fue leído por primera vez en alguna enciclopedia (hay autores que leen enciclopedias para enriquecer vocabulario, y así les salen novelas que tiene la música monótona de una enciclopledia. Ahí está ese tabardo de saco, leído en alguna novela social de los cincuenta, y que cuelga en el armario del autor, con bolas de naftalina para protegerlo de las polillas, y a la espera de que algún personaje antiguo tenga frío y sea pobre como para envolverlo en un tabardo de saco. Y ahí está esa condición lucífaga, acaso sorprendida en un poema decimonónico, y que el autor conserva en un cuarto oscuro (pues si le da la luz pierde cualidades) hasta que tenga oportunidad de ponerle el adjetivo, como camiseta, a algún personaje de hábitos sombríos. En definitiva, se trata de un recurso literario por el que el autor no busca una palabra para describir una situación, sino que busca (y crea) una situación para colocarle una palabra previa. El órgano que crea la función, y no al revés. Suponemos que el autor tendrá su cuaderno (¿Moleskine?) lleno de palabras elegidas, y que algunas irán cayendo por la novela. Seguramente, como la mayor parte de jóvenes novelistas, guarda un samovar leído en alguna novela rusa, algo de terminología satánica aprendida en Baudelaire, y unas cuantas flores raras de manual de botánica, aunque nos tememos que no sea ésta la novela adecuada para que los personajes beban té en el samovar, imprequen invocando mitologías del averno, o siembren en los campos andaluces extrañas (pero de hermoso nombre) plantas. La eufonía, esta tentación de los autores. Quién sabe, quizá yo mismo tenía en mi Moleskine apuntada la palabra "eufonía", y he escrito esta nota sólo para plicarla.

¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
Isaac Rosa (Sevilla, 1974)
Seix Barral, 2007

15 abril 2007

El corazón doble. Ningun drama, sólo dos familias. La experiencia final dolorosa. Ha de haber mucho má dolor así. Más vale la muerte que un largo asesinato, el asesinato de una vida (es el asesinato de una vida).
Podría definir mejor el entorno que parece exterior. Cuando el interior agoniza puede haber una nueva alegría, una alegría tan falsa que puedes estremecerte de júbilo como no lo haces ni puedes hacerlo cuando se trata de una auténtica alegría y el interior no agoniza.
Una obra. Llega un momento en que no hay escapatoria posible, como si el espíritu fuera un fuerte golpeteo en las paredes de la cabeza. El único alivio es contemplar el océano. He aprendido a mirar la playa a lo lejos, donde van a construir los nuevos muelles. No puedo mirar esa parte de la playa sin pensar en mi propio final, cercenar mi noción del tiempo, como dice Paul que debemos hacer todos ahora. Puedo hacerlo, pero es como: "También puedes vivir con cáncer". Cuando era pequeña, tenía que imaginar que el dolor físico tenía cierto límite para poder disfrutar del día. Aún no he disfrutado nunca un día, pero tampoco he dejado nunca de intentar conseguir la felicidad. Mi plan actual para traer a Tetum a casa es tan válido como cualquier otro. Está en una etapa muy agradable (todavía como ilusión). Nada ha cambiado. Mi padre lo predijo todo cuando dijo que vacilaría hasta la muerte. Entonces supe que era verdad. Saberlo de pequeña en los Estados Unidos fue muy doloroso. Y sigue siéndolo ahora que tengo casi cuarenta años y estoy en África del Norte.
Me gusta Tánger, pero como a un agonizante. Cuando Tetum y Cherifa mueran podré irme. Pero tenemos aproximadamente la misma edad las tres. Tetum mayor, Cherifa algo más joven. Me gustaría comprarles carne, pescado y aceite para que vivan más tiempo. No sé cuál me gusta más ni cuánto podré seguir así, esperando y al mismo tiempo sabiendo que no hay esperanza. ¿Acaso importa? Más que a ellas mismas deseo llegar a ellas. Pero deseo que me pertenezcan, por supuesto, lo cual es imposible...
Si he salido de mi propia prisión, al mismo tiempo he perdido por fuerza mi lugar de reposo cualquiera que fuese (Tánger se rompe).
Me gusta. Pero ya no puede albergarme.



Jane Bowles (Nueva York, 1917, Málaga, 1973).
Extraído de la biografía de la autora escrita por Millicent Dillon.
Traducción de Ángela Pérez.

11 abril 2007

Yudhisthira se dirigió al rey:
-- Virata, ahora vamos a abandonarte, pues el tiempo del exilio se termina.
Entonces, con gravedad, el joven rey dijo:
-- Respóndeme antes de partir. Tú has dicho que entramos en la época negra, que todo valor y toda belleza van a desaparecer. Entonces, ¿para qué luchar?
Yudhishtira bajó la cabeza sin responder a esa pregunta verdadera.
Virata añadió:
-- Yo pienso como mi hijo. Un pensamiento me inquieta, me obsesiona: ¡es cierto que este mundo será destruido!
En el silencio que siguió a la pregunta del rey, se escuchó la respuesta de una voz familiar:
-- Ya lo ha sido.
Todos se dieron la vuelta. Acababa de aparecer Vyasa en compañía del niño. Avanzó y se detuvo. ¿Percibió sin duda la necesidad, en ese momento preciso de su historia, de responder a la pregunta que se planteaban sus personajes, cómo vivir sin futuro? ¿Cómo respirar, cómo trabajar, cómo respetar y amar a los otros en la desesperación?
A su manera, respondió con una historia, posiblemente la más bella que se haya imaginado nunca.




--Sí— dijo --. Hace ya largo tiempo, todas las criaturas habían perecido. El mundo sólo era un mar, un pantano gris, brumoso, frío. Un hombre viejo permanecía solo, perdonado por la destrucción. Se llamaba Markandeya, y caminaba en el agua glacua, agotado, no encontrando en parte alguna un asilo, un ser vivo, con el espíritu desesperado y el pecho lleno de angustia. De pronto, sin saber por qué, se volvió y vio un árbol que había surgido en el pantano, una higuera, y al pie de ese árbol le sonreía un niño muy hermoso.
Vyasa mostró al niño sentado cerca de él, en el suelo.
Markandeya se detuvo, sofocado, vacilante, no entendiendo la presencia de ese niño, y el niño le dijo: veo que buscas el reposo, entra en mi cuerpo.
Todos los espectadores escuchaban con la más grave atención, como ante la puerta de un misterio.
--Súbitamente, el anciano sintió un gran desdén por una larga vida humana. El niño abrió la boca, se levantó un viento potente, una ráfaga irresistible, y Markandeya se sintió atraído, impulsado hacia esa boca. A pesar suyo, entró en ella completamente y cayó en el vientre del niño. Al llegar allí, mirando a su alrededor, vio un riachuelo, árboles, rebaños, vio mujeres que transportaban agua, una ciudad, calles, multitudes, ríos, sí, en el vientre del niño vio la Tierra entera, tranquila y hermosa, contempló el océano, vio el cielo ilimitado. Durante mucho tiempo, más de cien años, caminó sin alcanzar nunca el final de ese cuerpo. Después, se levantó de nuevo el viento, se sintió aspirado hacia lo alto, salió por la boca misma del niño y le vio bajo la higuera.
Vyasa se volvió hacia el niño que le acompañaba. Y éste, que sin duda conocía ya la historia, volviéndose hacia Vyasa dijo:
--El niño le contempló y le dijo: espero que ahora te sientas reposado.

El Mahabharata, de Jean-Claude Carrière (Colombières-sur-Orb, cerca de Béziers, sur de Francia, 1931). Versión novelada de la epopeya hindú, cuyos textos más antiguos se remontan al s. VI a.C.
Traducción de Rafael Lassaletta.

[La ilustración es un tema de escritorio para Windows XP, gratuito, de Belchfire.net]

10 abril 2007

SIENTO QUE VOY ALEJÁNDOME


Siento que me voy alejando, que voy saliéndome poco a poco, de esta realidad de las mañanas y las tardes y voy entrando a un mundo que estoy contruyéndome con mis deseos y mis ansiedades y todas las cosas reprimidas que empiezan a querer salírseme y que me empujan, casi sin darme cuenta en la incertidumbre, allí donde deberé quedarme sola, donde me da miedo ir porque sé que tendré que asumir toda la responsabilidad del haberme dado cuenta, del saber que no todo es aire y agua y pan y leche y que hay algo más que nos redea, que está en la atmósfera, que nos persigue y espera para envolvernos en esa belleza dolorosa que quisiéramos compartir y acercarla a los demás pero que, al contrario, nos aleja, nos hace sentirnos irreales, diferentes, como que acabáramos de nacer a un mundo que no conocimos hasta entonces o como que hubiésemos llegado de la estrella más cercana o de la más lejana y estamos abiertos totalmente a las hojas, al ruido, sintiendo derramarse la vida, sintiendo que nos acercamos a esa, la verdadera realidad, aunque todos crean lo contrario y nosotros no podamos explicárselo.

Gioconda Belli (Managua, 1948), El ojo de la mujer (1991)

06 abril 2007















[Dos fragmentos del cuento titulado "Un experimento", pp. 63-64 y 69 de la edición de 2005 de los Compactos de Anagrama, traducción de Carmen Francí y Juan Gabriel López Guix.]

"Al día siguiente [el tipo que había conocido en el bar] apareció y me dijo que el grupo me ofrecía lo que llamó un regalo surrealista. Les había llegado al alma el que no hubiera gozado todavía de los favores de una francesa y estaban dispuestos a reparar esa injusticia.
¡Qué generosos!
"¡Qué fantasía!", es lo que pensé en realidad.
Dijo que me habían reservado una habitación a las tres de la tarde del día siguiente en un hotel cerca de Saint-Sulpice. Dijo que también estaría ahí. Pensé que era un poco extraño, pero la verdad es que, ya sabes, a caballo regalado... "¿Para qué va a ir?", pregunté. "No necesito que me lleven de la mano." Entonces me explicó el plan. Querían que participara en una prueba. Querían saber si las relaciones sexuales con una francesa eran diferentes de las relaciones sexuales con una inglesa. Pregunté por qué necesitaban que les ayudara. Dijo que pensaban que tendría una respuesta más precisa."


"El segundo pensamiento se me ha ocurrido hace relativamente poco. Quizá ya haya mencionado que tengo cierta afición de principiante por los vinos. Pertenezco a un pequeño grupo que se reúne dos veces al mes: cada uno lleva una botella, y catamos los vinos a ciegas. Generalmente nos equivocamos, aunque a veces acertamos, por más que en este terreno lo que está mal y lo que está bien no deja de ser un asunto complicado. Si un vino te sabe a un Chardonnay australiano joven, en cierto sentido eso es lo que es. La etiqueta puede afirmar después que se trata de un caro borgoña, pero, si no lo ha sido en tu boca, nunca podrá llegar a serlo de verdad.

No es exactamente eso lo que quería decir. Quería decir que hace un par de semanas tuvimos un invitado especial. Es una conocida catavinos, y nos contó algo interesante. Al parecer, si coges una botella de dos litros, la viertes en dos botellas separadas y haces con ellas una cata ciega, es rarísimo que incluso bebedores muy experimentados adivinen que el vino de las dos botellas es en realidad el mismo. La gente espera que todos los vinos sean diferentes, así que su paladar insiste en que lo son. Dijo que era un experimento de lo más revelador, y que casi siempre funciona."

Julian Barnes, del libro de cuentos "Al otro lado del Canal", que sólo leo durante viajes.

02 abril 2007



Nocturno, de Luis García Montero (Granada, 1958), de su libro Habitaciones separadas (1984).

El poema está dedicado al también poeta Ángel González.