28 agosto 2007

Progreso tecnológico


Les digo a mis hijos, tienen que aprender
A insinuarse al mundo
Tienen que saber trabajar
Sobre y acerca de él.

La molecularidad del ser, tienen que conocer
Cómo empujar con cuidado
Puñados de sí mismos, en los píxeles,
Campos de energía, curvas gaussianas, el salto.

Funciones de la vida,
tienen que entender sin lugar a dudas
El tonto baile de los neutrones y electrones
y aprender a navegar.

Avances en nuevos materiales: lásers azules
Ondas bifásicas, de estado sólido, de forma de épsilon
Computación cuántica, fabricación a escala nano
La predisposición de la densidad.

Oh sí, maravillosas cosas
Más allá de mi comprensión,
es hora para que su padre caiga
Detrás de la curva. Y no olviden

Amad.



Teoría de supercuerdas



Restos de convulsos
argumentos de diez dimensiones
con tres expuestos, y los siete restantes
Envueltos sobre sí mismos

Con el tamaño no más grande
Que diez a menos treinta y tres
requieren veinte millones más
De la energía que puede producir
cualquiera de aquellas partículas que chocan

Sólo para ver

Si las fuerzas están amarradas en el núcleo
o pueden unirse
Relajo las suposiciones un poco
De pronto, todo tiene sentido

La débil fuerza
Se une con la gravedad
Las flores se abren
Los profesores danzan.


Arthur J. Stewart, de Rough Ascension and Other Poems of Science (2003).
Traducido por Miguel Esquirol Ríos.

27 agosto 2007

El viernes desperté y, como el universo está en expansión, tardé más de lo habitual en encontrar mi bata. Por este motivo salí con retraso para ir al trabajo y, como el concepto de arriba y abajo es relativo, el ascensor en el que entré subió a la azotea, donde fue muy difícil parar un taxi. No olvidemos que un hombre que viajara en un cohete casi a la velocidad de la luz sin duda habría podido llegar a tiempo al trabajo, o quizás incluso un poco antes, y sin duda mejor vestido. Cuando por fin llegué a la oficina y fui hacia mi jefe, el señor Muchnik, para explicar la demora, mi masa aumentó conforme aceleraba para acercarme a él, lo que él interpretó como señal de insubordinación. Tras cruzar unas palabras enconadas, me aseguró que me descontaría ese tiempo del sueldo, que, en comparación con la velocidad de la luz, es de todos modos muy pequeño. La verdad es que si tomamos como referencia la cantidad de átomos de la galaxia Andrómeda, en realidad gano poquísimo. Intenté decírselo al señor Muchnik, quien me contestó que yo pasaba por alto que el tiempo y el espacio eran la misma cosa. Y juró que si esa situación cambiaba, me concedería un aumento. Señalé que si tenemos en cuenta que el tiempo y el espacio son una misma cosa, y que se tarda tres horas en hacer algo que resulta tener menos de 15 centímetros de longitud, ese algo no puede venderse por más de cinco dólares. Lo bueno de que el espacio sea lo mismo que el tiempo es que, si viajas a los confines del universo y el trayecto dura tres mil años terrestres, cuando vuelvas tus amigos habrán muerto, pero no necesitarás Botox.

Fragmento del cuento Tirar demasiado de la cuerda, del próximo libro, Pura Anarquía, de Woody Allen.

19 agosto 2007

Pero nada era comparable, en alegría, en euritmia, en gracia de impulsos, a los juegos de las toninas, lanzadas fuera del agua, por dos, por tres, por veinte, o definiendo el arabesco de la ola al subrayarlo con la forma disparada. Por dos, por tres, por veinte, las toninas, en giro concertado, se integraban en la existencia de la ola, viviendo sus movimientos, con tal identidad de descansos, saltos, caídas, aplacamientos que parecían llevarla sobre sus cuerpos, imprimiéndole un tiempo y una medida, un compás y una secuencia. Y era luego un perderse y un esfumarse, en busca de nuevas aventuras, hasta que el encuentro con un barco volviera a alborotar aquellos danzantes del mar, que sólo parecían saber de piruetas y tritonadas, en ilustración de sus propios mitos… Alguna vez se hacía un gran silencio sobre las aguas, presentíase el Acontecimiento y aparecía, enorme, tardo, desusado, un pez de otras épocas, de cara mal ubicada en un extremo de la masa, encerrado en un eterno miedo de su propia lentitud, con el pellejo cubierto de vegetaciones y parásitos, como casco sin carenar, que sacaba el vasto lomo en un hervor de rémoras, con solemnidad de galeón rescatado, de patriarca abisal, de Leviatán traído a la luz, largando espuma a mares en una salida a flote que acaso fuera la segunda desde que el astrolabio llegara a estos parajes. Abría el monstruo sus ojillos de paquidermo, y, al saber que cerca le bogaba un desclavado cayuco sardinero, se hundía nuevamente, angustiado y medroso, hacia la soledad de sus trasfondos, a esperar algún otro siglo para regresar a un mundo colmado de peligros. Terminado el Acontecimiento, volvía el mar a sus quehaceres. Encallaban los hipocampos en las arenas cubiertas de erizos vaciados, despojados de sus púas, que al secarse se transformaban en pomas geométricas de una tan admirable ordenación que hubiesen podido inscribirse en alguna Melancolía de Durero; encendíanse las luminarias del pez-loro, en tanto que el pez-ángel y el pez-diablo, el pez-gallo y el pez-de-San-Pedro, sumaban sus entidades de auto sacramental al Gran Teatro de la Universal Decoración, donde todos eran comidos por todos, consustanciados, imbricados de antemano, dentro de la unicidad de lo fluido… Como las islas, a veces, eran angostas, Esteban, para olvidarse de la época, marchaba solo, a la otra banda, donde se sentía dueño de todo: suyas eran las caracolas y sus músicas de pleamar; suyos los careyes, acorazados de topacios, que ocultaban sus huevos en agujeros que luego rellenaban y barrían con las escamosas patas; suyas las esplendorosas piedras azules que rebrillaban sobre la arena virgen de la restinga jamás hollada por una planta humana. Suyos eran también los alcatraces, poco temerosos del hombre por conocerlo poco, que volaban en el regazo de las olas con engreído empaque de mejillas y papada, antes de elevarse de pronto para caer casi verticalmente, con el pico impulsado por todo el peso del cuerpo, de alas apretadas para caer más pronto. Alzaba el ave su cabeza en triunfante alarde, pasábale por el cuello el bulto de la presa, y era entonces un alegre sacudimiento de las plumas caudales, en testimonio de satisfacción, de acción de gracia, antes de alzar un vuelo bajo y ondulante, tan paralelo al movimiento del mar como lo era, bajo la superficie, el vertiginoso nadar de las toninas. Echado sobre una arena tan leve que el menor insecto dibujaba en ella la huella de sus pasos, Esteban, desnudo, solo en el mundo, miraba las nubes, luminosas, inmóviles, tan lentas en cambiar de forma que no les bastaba el día entero, a veces, para desdibujar un arco de triunfo o una cabeza de profeta. Dicha total, sin ubicación ni época. Tedéum… O bien con la barbilla reclinada en el frescor de una hoja de uvero, abismábase en la contemplación de un caracol —de uno solo— erguido como monumento que le tapara el horizonte, a la altura del entrecejo. El caracol era el Mediador entre lo evanescente, lo escurrido, la fluidez sin ley ni medida y la tierra de las cristalizaciones, estructuras y aternancias, donde todo era asible y ponderable. De la Mar sometida a ciclos lunares, tornadiza, abierta o furiosa, ovillada o destejida, por siempre ajena al módulo, el teorema y la ecuación , surgían esos sorprendentes carapachos, símbolos en cifras y proporciones de lo que precisamente faltaba a la Madre. Fijación de desarrollos lineales, volutas legisladas, arquitecturas cónicas de una maravillosa precisión, equilibrios de volúmenes, arabescos tangibles que intuían todos los barroquismos por venir. Contemplando un caracol —uno solo— pensaba Esteban en la presencia de la Espiral durante milenios y milenios, ante la cotidiana mirada de pueblos pescadores, aún incapaces de entenderla ni de percibir, siquiera, la realidad de su presencia. Meditaba acerca de la poma del erizo, la hélice del muergo, las estrías de la venera jacobita, asombrándose ante aquella Ciencia de las Formas desplegada durante tantísimo tiempo frente a una humanidad aún sin ojos para pensarla. ¿Qué habrá en torno mío que esté ya definido, inscrito, presente, y que aún no pueda entender? ¿Qué signo, qué mensaje, qué advertencia, en los rizos de la achicoria, el alfabeto de los musgos, la geometría de la pomarrosa? Mirar un caracol. Uno solo. Tedéum.

Del capítulo tercero de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier (Lausana, Suiza, 1904 - París, 1980)

03 agosto 2007

SOBRE LOS CELOS

Naturalmente, en cierto sentido me “recuperé”. Trabajé. Conocí a Clement Makin y me dejé secuestrar por ella. Le conté toda la historia, creo que en cuanto nos conocimos. A mis padres no se lo conté, y creo que nunca lo supieron. Eran personas muy simples, poco desconfiadas y que jamás veían a nadie. Clement me consoló, curó mis celos, que durante un tiempo fueron un gran tema para nosotros. Ella casi gozaba de ello; tenía la sensación de que me curaba, y yo se lo dejé creer así, pero se equivocaba. La herida era demasiado profunda, y ahora estaba infectada por la tremenda amargura de los celos. Esa lepra atroz entró en mi vida cuando leí la carta del señor McDowell, y desde entonces jamás me ha abandonado. “Ella no te quiere y ama a otro”. Cuando andaba en su busca me aturdía la esperanza. Una y otra vez la perdonaba en mi corazón, y este acto de perdón constantemente renovado me consolaba. Sentía que ella, de algún modo, debía conocer mis sufrimientos, que mi pensamiento era capaz de alcanzarla. Pero siempre la había imaginado sola. Cuando supe sin la menor duda que se había casado no la odié, pero el demonio de los celos contaminó el pasado y no dejó a mi mente un lugar donde descansar. Quizá los celos son la más involuntaria de todas las emociones. Se adueñan de la conciencia, su raíz es más profunda que el pensamiento. Están siempre presentes, como una mota en el ojo, que corrompe el color del mundo.

El mar, el mar, Iris Murdoch (Dublín, 1919 - 1999).
Traducción de M. Guastavino