28 mayo 2008

Una primavera para Domenico Guarini

Ronca despierto un monstruo en la insondable opacidad, uncido al carro para labrar una vez más el surco donde antes sólo jugaban con el barro las sanguijuelas. Golpea un puño, avanza un brazo cómplice antiguo de otros brazos que arrancaron a golpes de azadón y apuntalaron la cavidad inmensa con hierro y cemento. Trepanaciones eléctricas sobre el cráneo abierto de la naturaleza. Brillos de carbuncio. Hurgan los bisturíes, taladran las barrenas, penetran las carcomas: cenizas y rescoldos, escorias de calavera.

Y mientras tanto tú, como el tren en el que viajas, te sientes envuelta por las tinieblas, mecida por un tumulto de trepidaciones, engullida por la oscuridad, quién sabe si devuelta a las oscuras aguas que -cuando no eras ni niña ni pez- acunaron la progresiva transformación de un feto. Y te das cuenta de que tu matriz es ahora el pozo de turbios humores donde una ligera vibración ha levantado la onda cuyo círculo, lentamente dilatado, provocará un temblor ligerísimo en cada molécula, en cada célula, y pondrá en movimiento delicados mecanismos, intrincadas estructuras proteicas que habrán de precipitarse y tejerse y entrelazarse laberínticamente hasta entregar un pálpito, una pulsión, un aliento.

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Una primavera para Doménico Guarini, 1980
Carme Riera (Palma de Mallorca, 1948)

27 mayo 2008

¿Son los niños los mejores críticos literarios?

Los niños son los mejores lectores de auténtica literatura. Los mayores se encandilan con los grandes nombres, las citas exageradas o la gran presión de la publicidad. Los críticos, que están más preocupados por la sociología que por la literatura, han convencido a millones de personas de que si una novela no intenta desencadenar una revolución social no tiene valor. Cientos de profesores, que escriben comentarios sobre escritores, tratan de inculcar a sus alumnos que únicamente aquellos autores que necesitan comentarios rebuscados e innumerables notas a pie de página son los auténticos genios creadores de nuestro tiempo.

Pero los niños no sucumben ante opiniones de este tipo. Todavía les gusta la claridad, la lógica y hasta aspectos tan obsoletos como la puntuación. Más aún, el joven lector pide una historia real, con un principio, un desarrollo y un final, siguiendo el estilo de las narraciones que se han venido contando a lo largo de miles de años.

[...] Desde que comencé a escribir para niños, he conversado con muchos de ellos, les he leído cuentos (aunque mi pronunciación esté lejos de ser perfecta) y respondido a cientos de preguntas. Siempre me sorprende que, llegado el momento de hacer preguntas, los niños tienen la misma curiosidad que los adultos: ¿De dónde saca la idea de un libro? ¿Es inventado o de la vida real? ¿Cuánto tarda en escribir un libro? ¿Utiliza los cuentos que le contaron su madre y su padre?

Por muy pequeños que sean, los niños se sienten profundamente preocupados por las llamadas preguntas eternas: ¿Quién creó el mundo? ¿Quién hizo la tierra, el cielo, las personas, los animales? Los niños no pueden imaginarse ni el comienzo ni el fin del tiempo y del espacio. De niño hacía las mismas preguntas que más tarde encontré analizadas en las obras de Platón, Aristóteles, Spinoza, Leibniz, Hume, Kant y Schopenhauer. Los niños piensan y reflexionan sobre temas como la justicia, el sentido de la vida, la razón del sufrimiento. A menudo encuentran difícil estar en paz con la idea de que se sacrifiquen animales para que el hombre se los coma. La muerte los asombra y asusta. No pueden aceptar el hecho de que los fuertes se impongan a los débiles. [...]


Isaac Bashevis Singer
(Radzymin, Polonia; 1904 - Miami, EE.UU.; 1991)

Extraído del texto ¿Son los niños los mejores críticos literarios?, en Cuentos Judíos.

(Traducción de Andrea Morales)

12 mayo 2008

Antoni Casas Ros, El teorema de Almodóvar

Mi vida está en suspensión y, cuando me paro a pensarlo, tanto me dar tener una cara nueva que vivir en una cabaña a orillas del océano. Lo único que me produce un escalofrío continuo es la escritura. El sexo es poderoso, aporta la invasión, el olvido, las sensaciones extremas, el silencio por fin recobrado. Creo que no podría prescindir de él. Lisa se acerca, se dirige al borde de la terraza; con expresión soñadora, vuelve hacia mí.
-Bueno, ¿qué dice?
-Su grandeza es su silencio.
-Me voy a casa, me tocas las pelotas.
He dejado que Lisa se marche sin decir una palabra. Tiene razón, soy insoportable. Me ofrece su vida y yo soy pura duda. Aunque ni siquiera sé si he llegado a ese punnto. No, creo que todavía no he llegado al punto de dudar. Me hallo en otra fase, una esfera paralela en la que resulta difícil encontrarme. La propia Lisa sólo puede hacer incursiones en ese territorio sin forma que es el mí.
La mente se habitúa a la forma, hasta el punto de que ni siquiera es capaz de imaginar el vacío. Mi mente se siente a sus anchas en el vacío. Ahí es donde se relaja, donde se abandona, donde goza de los sin forma. Así que ¿para qué entrar en el juego? ¿Qué necesidad hay de los demás? Si puedo escribir mi vida, ¿no es ése un principio único? No estoy acostumbrado a recibir a gente. Es lo que me gusta de mi madre, que sabe que no necesita estar presente físicamente. Tres encuentros al año me son más que suficientes. Esos reencuentros son los que nos unen.

El teorema de Almodóvar (título original Le théorème d'Almodóvar), Antoni Casas Ros, ed. Seix Barral, 2008.

10 mayo 2008

Carta a D. (Historia de un amor)


[...]

Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos, y todavía guardas la gracia deseable de la hermosura. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. Hace poco he vuelto a enamorarme de ti y llevo en mi seno, de nuevo, un vacío devorador que sólo colma tu cuerpo apretado contra el mío. Por las noches veo a veces la silueta de un hombre sobre una carretera vacía que atraviesa un paisaje desierto. El hombre camina tras un coche fúnebre, y el coche fúnebre te lleva a ti. No quiero asistir a tu incineración, no quiero que me envíen un bocal con tus cenizas. Oigo la voz de Kathleen Ferrier que canta «Die welt ist leer, Ich will nicht leben mehr», y me despierto. Acecho tu aliento, mi mano te roza. A los dos nos gustaría no tener que sobrevivir al otro. Y nos dijimos que si, por imposible que parezca, tenemos una segunda vida, querremos vivirla juntos.

Carta a D. (Historia de un amor), de André Gorz (Viena, 1923 - Vosnon, cerca de Troyes, Francia, 2007)
[Mi traducción]

(En la foto, André y Dorine, en 1947)